El infierno debe de ser muy parecido a un concierto de Rammstein. Si a su espectáculo habitual de fuego y pirotecnia y a su ensordecedor sonido industrial le añades un diluvio como el que cayó sobre el Estadio Olímpico mientras el grupo alemán tocaba este martes en Barcelona, la escena adquiere tintes más apocalípticos todavía.
Ha llovido mucho desde que Rammstein visitase Barcelona por primera vez un 19 de noviembre de 1997. Tres décadas después, esa banda que se abría camino en el mundo del metal industrial –la corriente Neue Deutsche Härte, para los puristas– ha crecido hasta convertirse en una institución, en la reina indiscutible del género, con sus miembros curtidos por el tiempo (y unas cuantas polémicas) y transformados en auténticos titanes. Por supuesto, un poco de lluvia no iba a asustar a los germanos: es más, iba a convertir su noche en la ciudad condal en una velada más épica aún, difícil de olvidar para los asistentes.
Bajo un manto de agua y pasadas las 21:00 de la noche el grupo descendía de los cielos barceloneses -literalmente, sobre una plataforma de su imponente escenario– para desatar el infierno en la Tierra. Con los primeros acordes de Ramm4, con una potencia de sonido apabullante, Rammstein comenzaba a desplegar todo su arsenal: un repertorio de metal industrial con un volumen y una precisión inigualables, que pronto hacían olvidar al público las inclemencias del clima. Allí se había ido a disfrutar.
Links 2-3-4, Keine Lust o Asche zu Asche sonaron con fuerza en Montjuic, antes de que la banda diera paso al fuego. Las llamas, un elemento ya distintivo de los conciertos de Rammstein, comenzaron a bailar al ritmo de la música después acompañando a la imponente Mein Herz Brennt, que dicen las lenguas, se pudo oír a kilómetros de distancia.
Tras una bajada de tono con la nostálgica y emocionante Zeit, el concierto llegaba a su parte central, aprovechada por la banda para lucirse (y recrearse): primero con el remix en clave tecno de Deutschland –y un espectáculo de baile lumínico del resto de la banda–, después con su acto teatral en Mein Teil (cuando Till no dudó en incendiar un caldero con el teclista Flake dentro) y por supuesto, con sus dos himnos. Du Hast, que fue de menos a más (finalizando con una explosión de fuegos artificiales ensordecedora) y Sonne, con un espectacular despliegue de llamaradas que calentaron hasta el último rincón del estadio, quedarán grabadas en las retinas de todos los asistentes durante un tiempo.
Después de un ‘encore’ que incluyó una versión a piano de Engel y los músicos regresando al escenario principal en volandas, Rammstein emprendió la recta final del concierto, que terminó superando las dos horas de duración. La banda de metal se había guardado para el final temas tan estridentes como Pussy, en la que Till volvió a subirse a su ya mítico cañón de forma fálica que lanzó una buena cantidad de confetti y espuma a los asistentes, mojados ya hasta las trancas, y Ich Will, en la que el escenario volvió a llenarse de petardazos y fuegos artificiales. Con su canción homónima y Adieu, Rammstein daba por cerrada la noche, que volvió a ser sublime para los alemanes y que de nuevo, volvió a evidenciar que la banda de metal no tiene rival en esto de los directos.
No hay nada igual a un show de Rammstein actualmente. La de los germanos es una actuación descomunal donde todo está orquestado a la perfección y todo funciona, como un engranaje, con la música desbordada y al servicio del espectáculo. Hay fuego en su escenografía, hay descaro pero elegancia en las actuaciones de sus miembros, hay descargas de energía y pirotecnia, hay letras en alemán que suenan universales y sobre todo, hay violencia y potencia en un sonido que vibra fuerte, traspasa los límites físicos que conocemos y penetra en lo más profundo de cada rincón. Si algún día llegase el apocalipsis, seguramente su banda sonora sería algún tema de Rammstein. Y si el fin del mundo sonase como sonó Rammstein el martes en Barcelona, disfrutaríamos de él bailando, bajo una lluvia torrencial y un fuego infernal.