Ariel Rot y Kiko Veneno. Kiko Veneno y Ariel Rot. Resulta indiferente el orden. Dos artistas más que consagrados en el mundillo musical. Quien no sepa de su existencia es posiblemente porque ha estado escondido de la sociedad durante varias décadas. Los dos se dejaron ver en la jornada de este sábado de Las Noches del Botánico, un festival que, dicho sea de paso, huye de los recintos masificados y mal ubicados. Un recinto, el del Jardín Botánico de la Universidad Complutense, agradable y placentero, en donde los árboles y los espacios verdes ganan terreno con respecto al cemento y las localizaciones sin sombra.
Al margen de todo ello, la atención de todo aquel que pasaba la puerta de acceso estaba en el escenario principal. Los dos músicos mencionados sacaron de donde no había una fecha en su más que apretada agenda para retomar, aunque solamente fuera durante una noche, la gira ‘Un país para escucharlo’, la cual comparte nombre con el programa de televisión que tantas y tantas alegrías ha dado a todos los melómanos que ansiaban un programa de música en la televisión pública. Un espacio creativo, único, en el que el bueno de Ariel recorría España para buscar y encontrar el talento inconmensurable que se encuentra en cada uno de los rincones de este país.
Tal y como era de esperar, se cerró de nuevo el chiringuito de la música en la televisión. Había cierta esperanza de que no fuera así, pero ya se sabe. Y, a pesar de ello, esta gira permite rememorar capítulo por capítulo de Un país para escucharlo. Es bastante lógico y normal que todas las personas que llenaron hasta la bandera el recinto quisieran escuchar los grandes éxitos de Rot y Veneno. Faltaría más. Fue una experiencia musical en vivo impresionante. La confirmación de que se puede hacer música con lo que tengas más a mano. Qué más da si es una guitarra o una lata de pimentón o una sartén. Lo más importante es la actitud.
Precisamente, la totalidad de los artistas que saltaron al escenario la tienen. Las ganas de crear arte. Después de un primer bloque de canciones interpretadas por Ariel, Kiko y su banda, entre ellas Dulce Condena o Lo que me importa eres tú, llegó el turno para los invitados de la noche. En primer lugar, el protagonismo fue para Txalapartas y Olatz Salvador, vestida completamente de negro. Un despliegue de improvisación y poder. Sin tiempo para la pausa, los siguientes en compartir experiencias musicales fueron Xosé Luis Romero y Aliboria, que pisaron las tablas para interpretar Olvídame y Hambre.
Los Hermanos Cubero se sacaron de la chistera un momento exquisito. Una guitarra acústica y una mandolina eran suficientes para que el respetable se quedara con la boca abierta. “¡Es el mejor concierto de Las Noches del Botánico!”, se escuchaba. Y se iba camino de ello. Mientras Ariel y Kiko observaban sentados la maravilla que ellos mismos estaban haciendo realidad, los minutos pasaban. Tras tocar Tenerte a mi lado y Problemas a los problemas, Roberto permaneció en el escenario para acompañar a Ariel y a la banda en Confesiones de un comedor de pizza. Un tema de amplísima calidad guitarrística y en la que Rot hace gala de todo lo que ha ido aprendiendo para convertirse en uno de los mejores guitarristas a nivel nacional. Escalas, ligados, bendings… Todo era válido.
Las letras que todos sabían de primera mano llegaron cuando ya se había cubierto más de la mitad del concierto. Joselito y Me estás atrapando otra vez iluminaron los rostros, sacando una sonrisa de satisfacción y felicidad perpetua. “Te extraño cuando llega la noche…”. No era para menos. Y restaban esos instantes finales. Lo mejor se guarda para el final, es bien conocido. Lobo López vino con la presencia de Rita Payés, mientras que el enérgico Tomasito obsequió una vez más a músicos y público con un espectáculo de palmas, taconeos y mucho poderío. Ataviado con una camisa blanca con dibujos de Cantando bajo la lluvia y de Lola Flores, el cantante de Jerez de la Frontera entonó Mercedes blanco, Milonga del Marinero y el capitán y Echo de menos. Un trío de canciones insuperable.
Salta y Volando voy dieron por finiquitada la cita con la música en vivo sin condiciones ni requerimientos previos. Al fin y al cabo, todo se resume en que hagas lo que quieras y que nadie te de una opinión negativa que te haga bajar los brazos. Si algo se aprendió este sábado es que la música es un arte eterno, en el que cualquiera que lo desee tiene cabida. No es necesario una guitarra que cueste miles de euros, ni una batería más equipada que la que portaba Keith Moon. Tan solo hay que tener ese gusanillo dentro que permita crear y perder el miedo al fracaso, sin prestar ni un ápice de atención al tóxico qué dirán. Solo así se dará por sabido que la música une personas. No hay tiempo que perder.