Buen rollito, felicidad, frescura… podríamos enumerar todas las sensaciones positivas que Crystal Fighters transmite en sus directos y no acabaríamos nunca. La banda inglesa-española pasó ayer por el Wizink Center para presentar su nuevo y esperado trabajo – Gaia and Friends- y de qué manera.
El grupo compuesto por Sebastian Pringle y compañía formó una auténtica fiesta en el recinto madrileño, que había colgado el cartel de entradas agotadas para la ocasión. Ataviado con un traje de plumas y rebosante de energía, el líder de la banda saltaba al escenario, convertido en una especie de bosque, entre sonidos tropicales y ritmos africanos, que inmediatamente ponían a los asistentes a saltar y bailar.
No había tema que no fuese conocido por los presentes allí. A I love London y Follow le siguieron los enérgicos LA calling, Yellow Sun, Love is all I got y All my love, porque si algo no les falta a los Crystal Fighters, es amor para repartir. La sensación general de la noche era la de asistir a una reunión entre amigos, a una fiesta para celebrar las cosas buenas de la vida perfectamente orquestada por la banda, que también tuvo momentos de receso para pedir que los fans se diesen la paz, se abrazaran y alzasen sus brazos en alto.
La segunda parte del concierto fue para temas como Wild Ones, All night, Champion Sound y el mítico Plage, que sonaba con fuerza entre los vítores y los coros del público. Un público que fue al WiZink a cantar, pasarlo bien y bailar al ritmo de ese estilo tan característico de los Crystal Fighters, que fusionan con facilidad en directo –y en el estudio- indie, reggae y electrónica con tambores, ukeles, “txalapartas”– para no olvidar sus orígenes vascos- y en general, todo lo que se les ponga por delante.
La cálida noche terminaba con At Home y You and I, y con el mensaje que la banda suele transmitir muy presente entre los fans. “Nos gusta que todo el que venga a nuestros conciertos sienta una mezcla de euforia, felicidad, energía y emoción.”, han afirmado en muchas ocasiones. Dicho y hecho.
Crónica y galería: Cristina Cañedo